Para Julio, Cari,
Sara, Antonio, Manu y Clara.
Amarillo es
el tiempo que nos ha tocado vivir en torno a esta mesa de reuniones. Amarillo
es el sueldo que nos pagan y amarillo es JC cuando nos empuja al abismo de su doctrina.
Amarillo es el viento violento de la calle cuando nos echamos al mundo.
Julio me
mira desde ese tramo de la conciencia que se resuelve con la realidad. Está en
un plano del conocimiento, en la consciencia de algo que chirría a estas alturas
de la vida. Está en eso que se revuelve con una pregunta: ¿Qué hago yo aquí?
Cada mañana
me doy por vencido, piensa, y se resigna a esa fracción del absoluto.
Cari está
en la pura alegría, en el alma de ese aparato que debe contener la risa y el
regocijo, es la niña necesaria, y con su cara bonita nos va contagiando. Hay afán
de conversión en su mirada, convencimiento de que en unos minutos se
iluminarán también nuestros rostros.
Sentada a
mi lado a Sara le retumba el silencio. No hay ya porqué expresar dolor a los
que están ciegos, a los que no comprenden otras necesidades. El mundo nos
contiene a todos, aunque no a todos nos desvele su ruido y su furia.
Merino nunca
regresará a lo infrecuente, porque no quiere venir. Él se proyecta en otra
realidad; en la de que las cosas estarán bien a pesar de un todo que nos engulle.
No hay resignación para él cuando nos podemos inventar el mundo. Todo se basa
en la fraternidad, después de todo la vida nos ha traído hasta aquí.
Hay menos
tranquilidad de la que aparenta. Dentro de Manu hay distancia y memoria. Haberse
doblegado durante años le ha proporcionado una apariencia de maestro zen, pero
todavía resuenan momentos amargos junto a los golpes de suerte que le han traído
hasta aquí. Nada nos librará de su benevolencia y su consejo.
Clara
aprendió pronto a controlar todo lo que se mueve, sin concesión, y después de
las molestias que puede producir haberse convertido en toda una promesa, sabe a
ciencia cierta, que no dejará de volar hacia el futuro. Su mirada es suave, y parece
impertérrita, pero a los veinticuatro años es inevitable expresar turbación, esplendor,
y belleza.
Hay algo brillante
en cada uno de ellos, que cada mañana, en cada reunión, hago mío.
Sandra, la
camarera china, nos da los buenos días en un bar de otro tiempo y, junto al
café, nos pone unas galletas. Hablamos, reímos, y a veces nos curamos las
heridas, pero sobre todo, vivimos.
Me pregunto
si la fortuna que nos desea cada mañana esa camarera china, será la que nos ha
traído tanta suerte.
Madrid, 9
de diciembre de 2018
Antonio
Misas