Madrid amanece. Voy en el
setenta y siete junto a los colegiales. Me agarro
fuerte a los barrotes cuando arranca dando estrincones y sobrellevo esa
incomodidad. En Canillejas cojo uno verde hasta Avenida de América y allí me
cambio al metro.
La vida se ha ralentizado
y eso no es lo peor, lo peor es tener la posibilidad, a causa de esta lentitud,
de poder observar con detalle esa parte del mundo que no puedes ver con
claridad desde la complacencia de una vida acomodada. Prestar atención a toda
esa gente que cada día se sube al metro para, con sus lamentos, solicitar un
poco de auxilio a los demás, y advertir como los demás miran hacia otro lugar, o
no levantan la vista del último libro basura de la saga Grey, o miran a la
pantalla de móvil, ajenos, o no dejan de leer el veinte minutos que dice que ya han empezado los grandes
juicios de la clase política, los de las Black y la Gürtel, y que Bárcenas ya
ha amagado con tirar de la manta, o que Ana Pastor, la ex ministra de Fomento y
actual presidenta del congreso de los diputados, defiende la reforma laboral y
dice que se ha pasado de destruir mil quinientos puestos de trabajo a crear mil
cuatrocientos todos los días, pero no habla de la precariedad laboral de esos
puestos ni tampoco del incremento de la exclusión social. Nadie quiere ver ni
oír a todos esos individuos, sucios y feos, mal vestidos, esos pordioseros que
claman al cielo, a la bondad de los demás hombres y pretenden la misericordia.
Los pobres,
en el metro, te miran directamente a los ojos. Y piensas en todas las nuevas variedades
sociales de la pobreza, y hasta te da para reflexionar sobre la precariedad a
la que te han ido sometiendo en estos últimos años. Ninguno de los que van en
el vagón ganará más de mil euros, todos tendrán trabajos como los de Chinaski y
sus jefes serán como Jonstone. Tampoco les llegará para pagar el alquiler y
comer, para fumar o beber, ni llegarán a fin de mes, pero no quieren mirar a estos
indeseables. Y yo tampoco puedo sostener la mirada a tantos miserables, ni a esa
señora desdentada que me pide pan para dar de comer a sus hijos, y aparto la
mirada, y pienso en Viridiana y los
mendigos, como si con ese pensamiento pudiera salvarme de la superstición y la
culpa. Y el Yonki que permanece
adormilado en su ilusión de traisnppoting, se despierta y se sobresalta y mira a todo ese mundo exterior desde el abismo de un retrete. Entonces es como el Bill Lee de Burroughs que ha disfrutado experimentando
con la morfina. Me sube un calambre por las piernas al pensar en las
jeringuillas, en la sangre y la heroína…
…Y me
asalta la sensación de que siempre la vida me ha estado observando de esa
manera… Y parece que todo este tiempo que he vivido solo he querido tener a los
Smiths en mi cabeza cantando there is a
light that never goes out.
Me apeo del
vagón, y en la calle… la luz empieza a ocuparlo todo…
Madrid, 13
de octubre de 2016
Antonio
Misas