Aprendió a
estar solo, aun así, llevaba un billete de dólar en la cartera junto a una
estampita de judas que encontró en alguna parte. Otro medio billete que
compartió con su mejor amigo por lo de aquella película. En el bolsillo pequeño
un chinito de esos de madera que hacía muchos años le regaló su sobrina María cuando apenas era una niña. Lo llevaba
junto a una moneda de dólar. Tenía algunos buenos amigos que le cuidaban y le
procuraban trabajos eventuales. Tenía otros amigos que le proporcionan
entrevistas para buenos empleos, por ellos, tenía dos San Pancracio en el marco
de la puerta. Y la tenía a ella, a ella que se lo daba todo.
El murmullo
de la soledad resonaba en aquellos amuletos y le hacía pensar que en algún
momento de su vida debió desviarse del
camino. Debió dejar de mirar al mundo con esa objetividad con la que se debe
mirar. Se dio cuenta que haber variado tantas veces el rumbo le había llevado a
un analfabetismo crónico, había acabado formándose una idea imprecisa y circunstancial
recargada por un estilo de vida frívolo. Sentía que no se había movido de esa
posición en años, crecer había sido casi vano y en lugar de rectificar, se había
ido sumiendo cada vez más en aquella tiniebla.
La vida se
había convertido en comer, beber, estar a gusto, padecer insomnio, tomar café,
fumar, poder amar, merecer sentir y escuchar el ruido de los amuletos...
Madrid, 31
de octubre de 2015
Antonio
Misas