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Por la mañana, puedo ver la belleza de las chicas

Pasaba tardes enteras en el sofá viendo la televisión o mirando al techo, a los muebles. Lunático. El amor siempre pasa por la luna y cuando no se puede estar en la luna, se sueña con la luna. Eso pensaba yo. Había otra luna para aquel tipo que fue mi marido y me amó tanto. Se había convertido en un peregrino. Ya no estaba conmigo, y no sé cuando empezó a irse.  Había algo demoledor en cada razonamiento. Casi no se podía percibir, pero estaba ahí, en las conversaciones, en las miradas de sus ojos piadosos, en su educación, en su voz profunda. Hacía que yo me sintiera culpable de sus continuos decaimientos cada vez que abordábamos la situación. La crisis venía de lejos. Ya no recordaba la última vez que dijo algo parecido a que me veía bonita.

Hoy todo es temporalidad, oscura temporalidad. Lo es cuando estoy metida en este asunto que arruina mi vida, a la que me había acostumbrado, en la que era más o menos, feliz. Un día cualquiera empezó a cambiar como compañero de viaje y entre sus razones para estar en el mundo ya no me encontraba yo, ni mis hijos, y surgió un monstruo de aquel ser, hasta entonces, perfecto.  Y vino esto de la separación. Y lo otro, lo de que ya no estás segura si pasa lo que realmente está pasando, o si es por tu culpa lo que pasa. Y ante el futuro solo hay dudas.

Pienso en ello todos los días. Tomo café y fumo el primer pitillo antes de despertar a los niños. Dejo el cigarrillo en el cenicero y agarro fuerte la taza de café, muy fuerte, con las dos manos.  

Miró por la ventana de la cocina. Veo pasar a las chicas que van al colegio. Pego la frente al cristal y cierro los ojos. Doy un paso atrás y abro los ojos para ver como se refleja mi rostro. 

Y ante el presente, solo tengo dudas, veo inocencia, la belleza de siempre.   

Antonio Misas
26 de septiembre