Antes de abrir la puerta del portal se vio
reflejado en el gran escaparate que formaba la cristalera. Bajó despacio los dos
escalones y observó que se había hecho mayor. Pensaba que había madurado tarde,
que nunca estuvo a la altura de las circunstancias y que para todo lo que vivió
y le ocurrió viviendo, él siempre fue a la zaga, no por ser un inconsciente,
sino un cobarde. Había vivido evadiéndose de responsabilidades y problemas. Y
ahora, cerca de esa edad no quería ocultar que había coexistido con una especie
de permanente evasión.
Salió a la calle, cruzo el jardincito mirando
a las plantas y sintió el sol y el viento fresco y suave sobre la piel. Esa sensación le
recordó que en Santander ya era tiempo de playa. Giró por la esquina y entró en
la taberna de los chinos. El camarero chino nada más verle agarró una jarra
grande y se puso en el grifo a tirar cerveza, después de derramar un poco, dio
otro golpe de espuma y la posó delante de aquel hombre que nunca decía nada.
Sabía bien que siempre tuvo una disculpa
escrupulosa, una inmadurez en la que refugiarse, una falta de razonamiento, un
incomodo beber para forzar un olvido voluntario cada vez que debía afrontar una
dificultad.
También sabía que las cosas no hubieran
podido ser de otra manera, porque reconocía que él vivió siempre atormentado
con ese peso de la responsabilidad, y la sola idea de la obligación, le
aterraba.
A la hora de morir, especulaba con esto, se
confesaría ante los que reconocía como sus seres queridos y ante Dios, que
siempre estuvo presente en los momentos de confusión. Reconocía que su vida
había sido un desperdicio. Les diría a todos algo así:
- Nunca
fui leal conmigo mismo, ¿Cómo lo iba a poder ser con los demás?. Siento que me
apoyé en la disculpa del fracaso y que no supe vivir sin ese caos que me
arrastró a un inevitable naufragio permanente. Eso es todo lo que hice. Espero
que podáis perdonarme...
Con un gesto indicó al camarero chino que le
sirviera otra jarra de cerveza. Sabía bien que después de la segunda, los
fantasmas le empezarían a sonreír y hasta el mismo dios se acercaría a él y con
un gesto de complicidad, le daría unas palmaditas en la espalda, las mismas
palmaditas de siempre.
Madrid, 16 de mayo de 2015
Antonio Misas