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El Gran Azul


 

Para el pequeño Félix González García-Soldado, y para Iván


Al salir del mar, el muchacho sintió un ardor intenso en el lugar de la herida. Frunció el ceño y se puso a otear el cielo profundo mientras su padre, arrodillado en la playa, escudriñaba el surco que serpenteaba perforando la piel y la carne de su brazo. Mientras le curaba, le contaba que las anemonas del Tirreno descansaban junto al dios Dioniso. También que los etruscos, en la edad de hierro, vinieron de Lidia y estaban dirigidos por un príncipe que dio su nombre al mar. El muchacho le preguntó y su padre respondió: Tirreno. Entonces pensó en todos los dioses del mar e imaginó que su padre bien podría ser Poseidón y que él podría ser Teseo y su hermano, seguramente, sería Atlante… aunque él sabía que su padre también era Ulises. Lo sabía por su fuerza y valentía, y porque una vez le contó lo de la guerra de Troya y por eso tenía la certeza de que estuvo allí.

El gran azul les pertenecía; permanecía en su corazón, al igual que en el corazón del padre, y con cada palabra que le daba, el dolor se desvanecía; solo quedaba el surco amarillento de la herida que serpenteaba tatuando su brazo. 

Él pensaba que su padre era inmenso, un dios absoluto, el mejor compañero de aventura, un gran profesor. Sabía bien que no había ni habría nunca una escuela superior a la bondad de un padre, a la ternura con la que les trataba, a las atenciones que recibían él y su hermano pequeño. No habría jamás nada comparable a la devoción que les tenía su padre.

En la mesita de la camareta, el joven teniente de bomberos de Madrid observa la fotografía del mar de Cerdeña: en la arena blanca él de niño con su madre, su padre y su hermano menor y al fondo el gran azul donde aquel verano se zambulló con su padre. 

Madrid, 31 de julio de 2038

Antonio Misas


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