Para Celes Misas y José Misas
Salgo a la
terraza y huele a queroseno. El sol de enero pega fuerte en el tercero de la
calle Balcánica y hace frio, hace frio y memoria.
Una vez
tuvimos un zorro, pero yo era tan pequeño que apenas lo recuerdo. Sé que hemos
sentido la misma rabia al ver en el televisor a ese hombre matar a un zorro sin
ninguna piedad. Sé que sentimos lo mismo, aunque pensemos distinto.
El portero
de la urbanización siempre se está quejando de su suerte. Le veo allá abajo,
cerca de los contenedores de reciclaje hablando con otro hombre, tal vez esté
apañando algun trabajo extra.
Me pregunto
si cuando miramos hacia atrás vemos también las mismas cosas, aquellas que nos
hicieron sentir así. Yo sigo impregnado de la humedad y el frío de la casa
donde nos conocimos.
Veo entrar
los aviones de siluetas plateadas y al fondo un tapiz de nubes. Hay un tejado
de dos aguas y tres grúas que se elevan por encima de los edificios, pero no me
distraen de la profundidad del cielo desde donde retumban sus motores.
Aquel calor
tan gélido de nuestro hogar permanecerá siempre en mis huesos.
El sol
viene y va entre las nubes densas y las chimeneas de las casas de corralejos
echan humo sin parar. El árbol grande y la higuera, sin hojas, tienen un
aspecto tenebroso.
Siempre me
levantaba tarde para ir al colegio y siempre desayunaba solo, llovía fuera y nuestra
madre lavaba la ropa en una lavadora de turbina y la ventana de la cocina
siempre estaba abierta. La ropa esparcida por el suelo ocupaba todo el espacio.
Yo tiritaba sentado en la banqueta azul y la taza de café humeaba sobre la mesa
cuando yo me retorcía en el pijama.
Eran los
años setenta y había energía y esplendor en la vida de nuestra madre. Entonces
solo éramos tres hermanos y yo os admiraba, porque cuando ella no estaba cuidabais
de mí. Cuando regresaba de trabajar, solo sentíamos amor.
Retumba en
el cielo la reversa de los motores poderosos y las siluetas plateadas se
vuelven negras en el tramo final de la aproximación. Los tejados engullen sus
siluetas antes de entrar en las pistas que desde aquí no puedo ver.
Cuando me
preguntan en qué cosas creo nunca sé qué decir... pero sé que creo en aquellos
tiempos en los que entendía que eso que me pasaba era la vida. Sé que creo en
mis hermanos mayores y en la energía y el esplendor que una vez tuvo nuestra
madre. Entonces veo todas aquellas mañanas en las que convivíamos mientras entrábamos
de lleno en la infancia.
Y veo aquella
casa de mirador apacible donde nos refugiábamos de la lluvia y desde donde
observábamos el sol de brujas. Veo volver a agarrar a mi madre en la cocina,
aferrándome a su delantal y encontrar en su bolsillo las novelas de amor de
Corín Tellado.
Echo de menos
abrazarla desde la distancia de un niño, al igual que vosotros.
Y encuentro
hermosa la memoria de nuestra madre, y algo de la felicidad de aquellos niños
jugando a juegos distintos en la alfombra granate del suelo del comedor, que
era el lugar más amplio de la casa, jugando e irremediablemente, disfrutando y sintiendo
lo mismo.
Y quiero
que el sol me dé en los ojos, para cerrarlos, y aunque amo el olor del
queroseno, nunca podría hacerlo de la misma manera que amo el olor de las olas del mar.
Y hoy
cierro los ojos, para sentirlo.
Madrid, 10
de enero de 2019
Antonio
Misas