Para Ramón López y Marisa Wangeneberg.
La miro a
los ojos y la veo vivir para emocionarse, sin forzar la felicidad, dándose
cuenta de ello. Reencontrándose con esa sensación de hace cincuenta años, casi pueril,
que produce un gesto de otro, o una palabra… o una mirada de amor, de todavía
amor, de todavía toda la vida. Sus ojos son azules de bahía, y ahora casi de
lluvia por participar de algo que está sucediendo como ya antes lo había
imaginado, mucho antes.
Le miro a
él, que existe para ella, que existe tan fuerte como el monte Urgull. A él que
lo preparó todo con ella, como ella todo lo había imaginado. Ella es su espejo,
y eso es recíproco, es eso que se han ido edificando durante toda una vida, juntos.
Él la ve
emocionarse y pega toda la piel de su cara en su cara pequeñita, y con toda su
fortaleza, serenamente, un beso.
(Y pienso en el
privilegio que es poder participar de esto que nunca he vivido, y en que me
hayan invitado. Y me esfuerzo para no desmoronarme porque en mi vida he
conocido siempre lo contrario, el verdadero derrumbe.)
Y brilla el
sol y descarga la tormenta en el rostro de todos.
Y puedo ver
el batir de las alas de una mariposa que ahora explota, es un instante, en
Marta, y se sucede; en Nuria, Josera, Oscar, Maialen, Ohiana, Jon, Verónica…
Y los
chicos al otro lado de la mesa están ajenos, y ajenos permanecen al otro lado de
las cosas.
Madrid, 8
de septiembre de 2018
Antonio Misas