“…pocas cosas son tan agradables como que te pidan que básicamente no hagas nada más que dejar que todas las cosas buenas te sucedan como por pleno derecho.” Lo dice Frank Bascombe en “El día de la Independencia” novela de Richard Ford.
Cuando
vi fumar a aquel Yogui me quedé sorprendido. Creía que no fumabas le
dije, y él me dijo, estoy experimentando los efectos nefastos que el tabaco
produce en el metabolismo. Apagó el cigarrillo en el cenicero, agarró el
paquete de fortuna y encendió otro, así hasta siete.
Bajé
por la escalera hacia el garaje donde estaba instalada la sala de yoga y me
detuve en el descansillo para leer algo de la biblia apócrifa que tenía en el
atril. Toqué las páginas abiertas y pensé en las verdades y mentiras que habría
dentro de aquel libro, en los intereses de la Iglesia católica, en todos los
hombres que habrían seleccionado aquellas historias casi perversas y en el
tiempo que tardaron en difundir aquel libro que no le interesaba prácticamente
a nadie. Seguramente solo existiría en el mundo un puñado de tipos como nuestro
yogui que se permitirían cuestionar unas creencias para avalar otras igual de
disparatadas.
Abajo
había un montón de mujeres charlatanas y sonrientes que buscaban en el yoga y
el Reiki un bienestar del que seguramente la vida les habría privado y que
intentaban recuperar a través de la armonía entre el cuerpo y la mente. Mujeres
de treinta y tantos con problemas de ansiedad y algunos kilos de más, con
aspecto de abandonadas, vestidas con chándales anchos y grises que siempre
daban un aspecto poco más o menos que sucio y desaliñado y seguramente, que
tendrían un matrimonio con hijos que las habría llevado a un sinfín de
servidumbres que habían derivado en eso que llaman fatiga crónica y dejadez personal.
No
tardó en aparecer el yogui vestido de blanco con aire de solemnidad y durante
unos minutos se dedicó a encender velas y palitos de incienso por toda la sala,
después apago las luces, se puso al frente de la clase, adoptó la posición del
loto y empezó la ceremonia. Hubo un silencio sepulcral y luego la emprendió con
lo del “om” unas cuantas veces. Después vinieron las posturas que en aquella
penumbra de las velas a mí se me hacían cargadas de sexualidad porque los
cuerpos se empezaban a adivinar dentro de aquella ropa horrible y todo el rato
pensaba en aquellas mujeres (ahora de aspecto desaliñado) que en otro
tiempo debieron estar repletas de sensualidad, incluso podía adivinar la
belleza que aún permanecería en sus cuerpos abandonados, las imaginaba desnudas
dándose una ducha fresca y de pronto me veía rodeado de un erotismo jamás
experimentado. Solo podía pensar en la postura del saludo al sol que era como
finalizaba la clase y en lo que venía después.
Al
finalizar era costumbre darnos un estrecho, caluroso y largo abrazo, abrazarnos
unos a otros en perfecta comunión.
25 de julio de 2015
Antonio
Misas