El
sol brillaba espléndido en la bahía de San Francisco. M y yo, éramos unos niños
cargados de ilusiones con toda la vida por delante. Por la noche acudimos
a un concierto en el Pier 39, bebimos y bailamos, y soñamos con ser otros.
Después de unos días, al regresar a Long Beach, estuvimos de copas con
Matud, Paul y sus amigos. Paul nos enseñó sus cuadros y un mural que había
pintado en un edificio de la ciudad. En aquellos días que pasamos recorriendo
California no esperaba nada y lo esperaba todo de la vida y ahora, muchos años
después estoy agradecido de todo lo que me ha traído, agradecido de M y del
pequeño Al, que a pesar de haberlos postergado durante años, me han esperado
como si no hubiera pasado nada, como si todo hubiera sido una laguna para mi
mente.
Soy
un ser privilegiado al que A no acabó de comprender en estos últimos años, pero
al que ofreció lo mejor de su vida e hizo feliz y procuró una paz que hasta
entonces no había conocido.
Sé
que nunca volveré a California, que nunca volveré a ver la vida así, tan
cargado de ilusión como la vi entonces y que ya nada ocurrirá con esa sensación
de inmortalidad que padecí como una enfermedad irreversible, ahora todo es
efímero y abundante, porque cada día, tan breve, está lleno de tiempo que
vivo como si se tratara del último y eterno minuto de mi vida.
Madrid,
8 de diciembre de 2013
Antonio
Misas