La
calle huele diferente a las siete de la mañana si entras o sales, si te has
levantado o te vas a acostar. El día que te conocí me hablabas también de la
humedad relativa del aire y de cosas de esas que, aun siendo interesantes, no
tienen ningún interés, no hay relevancia alguna en ellas, pero que a los niños
les encantan. Me explicaste que, para relacionarnos con los desconocidos, para
romper el hielo, debemos utilizar el lenguaje a modo de relleno, hablar por
hablar hasta encontrar algún elemento común con el que empatizar. Ser niños.
Seguir pareciendo adolescentes, rebeldes y libres. Decías que en tu cerebro
solo cabían doce años. Te quedaste ahí hace ya una eternidad y no quisiste
crecer. Que todo eso te hacía las cosas más fáciles… si no, todo era tan serio.
Y
a mí, empezó a gustarme tu descaro, ese niño que a veces interpretabas, y que
no eras. Esas cosas dulces que decías a la gente sin importarte lo que pensaran
de ti. Como te gustaba seducir a todos por esa necesidad imperante de que te
tuvieran en cuenta. Tu teatro de cada día. O tus payasadas, también para que te
adoraran.
Estás
aquí, conmigo, sigues estando aquí cuando te has ido. Dejé de
admirarte por esas cosas, y te llamé falso, me pareciste, tan falso. Ahora me
doy cuenta cuanto llenabas este espacio.
Te has llevado todo eso que me diste y
me has dejado, tan vacía.
Madrid,
3 de septiembre de 2013
Antonio
Misas