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La dentista tiene mendigos chinos en jaulas

Carmen, la dentista, le decía que pensara en una playa del Caribe de arena blanca. Que pensara en un Yate fondeado en una cala, en la mar turquesa, en el sol y en chicas bikini, en chicas rubias y morenas de cuerpos perfectos.  Pero él estaba metido en el barro hasta las rodillas, en la ciénaga de un pantano. Salían a flote rostros de ahogados de las simas entre las ramas muertas de los árboles muertos, sumergidos. El avión había caído en un bosque, pero él estaba metido en un pantano. Arizona Robbins había perdido una pierna en el accidente. Aquella pesadilla era en sí misma, un manicomio y, para que me entiendan, él no podía salir solo de ella, estaba recostado en el sillón de la consulta con un babero ridículo. Sentía que cada pinchazo en la encía era una luz que se apagaba. La piel blanca estaba empapada y los muertos en descomposición le miraban y se aproximaban, alargaban las manos blancas sin uñas. Estoy en el purgatorio de una puta pesadilla. Tengo que bajar la actividad cerebral y entrar en el submarino. Banderas verdes al viento en el quirófano. La doctora decía, vamos a cerrar ya, señores, y miraba al anestesista. El anestesista era el carnicero de Manuela Malasaña, pero tenía la cara de Charlie y la fábrica de chocolate, joder, aquel tío siempre le había producido cierto desasosiego, desconfianza. En el pi repetido del monitor se encontraban los mendigos chinos en jaulas.  Había una carretera en el espectro por donde él viaja desnudo. Pinzas, no te dejes la gasa dentro. Está sangrando mucho. Quería sacar a los mendigos de las jaulas a toda costa, pero solo podía correr desnudo por la carretera desierta del Páramo de Masa. Luchar contra la dentista y su ayudante era una empresa imposible.

Carmen, la dentista, le contaba que las chicas en bikini le sonreían. Pero la mar turquesa era de sangre, y la sangre es de agua fría cuando te mueres. 

Gijón, 21 de agosto de 2013
Antonio Misas