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La paz de las hojas muertas



Para Eduardo Sáenz–Hermúa Sanz 

Aquel día amaba a las chicas que estaban al final del porche y lo proclamaba a los cuatro vientos sin importarle que allí, junto a ellas, estuvieran sus maridos. En medio de un ataque de euforia podía amar a todas las mujeres de la tierra y de regreso soñar, sentir la melancolía más insólita,  y echar de menos a alguna mujer bella con la que hubiera imaginado un mundo perfecto. 

Los botellines nos hacían sentir bien pero era una cuestión de presencia, su presencia. La buena conversación estaba asegurada siempre que él estaba allí, no importaba de que habláramos,  del mayor disparate que se nos pasara por la cabeza o de cualquier tema serio.  Abundaba entre todos nosotros una sensación de bienestar cuando él estaba, a pesar de que en muchas ocasiones, algún arrebato apasionado suyo hiciera que alguien saliera mal parado, casi siempre le tocaba a Sonia. Con ella era una cuestión de amistad, y el dolor de la reprimenda daba paso al amor fraternal. Su relación con los demás siempre era intensa y se implicaba tanto en sus problemas, que los sufría como propios.  

Habían pasado quince días desde la última vez que nos vimos y durante ese tiempo no dejé de dar vueltas a una historia que contó: _A los noventa y siete años, mi abuela le dijo a mi madre que se iba a acostar, que estaba muy cansada y que ya no se levantaría nunca más de la cama…  a los ocho días, ya no despertó”.

He visto ebrio la lluvia y me ha dado paz. La misma lluvia estancada que pudre las hojas muertas.

Madrid, 28 de abril de 2013

Antonio Misas