Para
Marta Cubero
Aquella
mujer no dejaba de poner caras bonitas. Todo a su lado era un disparate,
menos serio, menos doloroso. Él pensaba que estar con ella era rozar el
cielo. Se había vuelto a sentir como cuando de niño bajaba por el balaustre de
las escaleras del colegio y caía de pie a su lado desequilibrándose hasta rozar
su piel. No se habían vuelto a ver desde hacía más de veinte años y enseguida
le envió un mensaje pidiéndola una segunda cita.
Él
ya no era aquel muchacho tímido de pelo frondoso. Ahora era un tipo calvo al
que las camisas le quedaban dos tallas grandes a causa de la separación.
Los dos venían de relaciones rotas. Aquella niña rubia de las coletas que
aparecía a su lado en las fotografías, se había convertido en una mujer a
la que los hombres solían enviar poemas de Pedro Salinas.
La
mujer de ahora llenaba el mundo de todos esos tipos con su alegría. Atraía a
tipos ávidos por reemplazar a la mujer perdida. Tipos que se sentían
desgraciados y creían necesitarla para curarse del desamor y la desesperanza. A
menudo ellos confundían su compasión con amor verdadero.
Él
se sintió vivo al volver a verla. Ella pensaba que no quería cambiar aquellas
sensaciones de la infancia. Sintió perder
el mundo de vista, como si fuera
a perder el conocimiento.
Cuando
volvió en sí, él la tenía cogida de la mano y secaba el sudor de su frente con
un pañuelo húmedo.
Madrid,
16 de septiembre de 2012
Antonio
Misas