Heinrich
observó a la chica, se alejaba. Ella le había llamado puto alemán. Se alejaba
con el andar que tienen las altas y delgadas con tacones y pantalones
acampanados, agarraba el bolso con la mano y se daba aire. Pasaba por el
adoquinado de la gasolinera de María de Molina y ya no miraba atrás.
Heinrich ya no escuchaba a nadie, miraba su melena negra. Pronto
regresaría solo a Berlín. ¿En qué momento pudo haberla ofendido?...
Vio
como la chica levantaba el brazo y paraba un taxi, pensó en sus manos finas, en
sus dedos largos, en sus ojos oscuros, en su piel morena.
Aquel
día de primavera Madrid era hermoso. Después de un largo mes, Heinrich había
clausurado el curso en la escuela de economía con un discurso alentador para
España. Se hicieron fotos a la salida. Todos se sentían optimistas, reían e
intercambiaban opiniones. Eran nuevos emprendedores y jóvenes empresarios.
A ella le reconoció en privado que en su discurso se había limitado a
“decir lo que se debe de decir”. En ocasiones tan delicadas como esta, nunca se
debe decir la verdad.
Madrid,
6 de mayo de 2012
Antonio
Misas