Aquel día
la chica pensó que incluso los días que vivimos con la ilusión necesaria, nos
damos cuenta que también cargamos con nuestras propias frustraciones. Las que
por las noches ponemos en el florero de aquellos que nos quieren, para que con
mucho amor se vayan convirtiendo en flores, porque nuestros seres queridos con
su indulgencia, son los placebos que nosotros no podemos permitirnos, esos que
nos alivian en momentos inconvenientes de nuestra existencia.
En su casa,
hizo las cosas a salvo, arregló la habitación, tocó un poco la guitarra,
echo de menos a su perro, y con ello, se resguardó de las decepciones que
le había provocado aquel maestro que la juzgó duramente aquel día.
Canalizó la pérdida para no contrariar a la razón, ni a las cosas que
quedaban por hacer.
Ella tuvo
un día triste, lo iba viendo venir pero no quiso evitarlo, no se dejo
domesticar con esto de la escritura y pensó que renunciar era cerrar la puerta
al porvenir. No reparó en que el porvenir no existe, hubiera sido demasiado
demoledor, pero ¿Qué porvenir tenía aquel maestro? Y sin embargo prefirió darle
la razón mientras iba escribiendo Aneurisma... y siguió curando heridas y contando
cicatrices.
Madrid, 3
de diciembre de 2011
Antonio
Misas