Aparqué
el coche como todos los días en la colina del barrio Virgen de Begoña,
para evitar a los gorrillas del Ramón y Cajal y me fui andando. Por la
otra acera un africano hablaba por el móvil dando voces. Un tipo calvo mordía
una manzana, giraba la cabeza, miraba al negro y continuaba con su paso firme,
su camino. El africano se perdía calle abajo mientras que a mí las ilusiones se
me iban vistiendo de muerto de hambre y la energía se me iba
yendo por los agujeros de las ropas.
Por la tarde, lavé la taza del desayuno de mi hijo, recogí su ropa y la volví a guardar en la maleta.
Esta
mañana el metro se ha detenido dos largos minutos en medio de la
oscuridad de un túnel.
Madrid, 25 de marzo de 2010
Antonio Misas