Hacía ya mucho tiempo que aquel hombre había observado que con no creer en nada no lograba el fin que se había propuesto. Alejarse de las perturbaciones le resultaba imposible porque por su naturaleza era proclive a los conflictos.
No hacía
tanto que había sido consciente de experimentar, con cierto razonamiento, la
tranquilidad que le producían los placeres naturales, pero seguía sin la
capacidad de alejarse o moderar los otros placeres, los inmediatos, que en su
mayor parte no consideraban a los demás y a la postre, le generaban un
sufrimiento implacable.
¿Tal vez
era demasiado hedonista?
Toda una
vida no daba para entenderse, reconocía tantas lagunas, tantos abandonos y
renuncias…
Decir renunciar
al ego no le fue bastante para cumplir con la renuncia. Tampoco fue capaz de no
emitir juicios, como proclamaban los escépticos, y con ello conseguir una
serenidad de la que pocas veces disfrutaba.
Hacía ya
dos años que tenía una amante que le hacía sentirse vivo. Hacía ya dos años que
empezó a relegar a su familia. Hacía ya dos años que sufría la enfermedad del
amor y que llevaba una doble vida.
En la
puerta del gimnasio la vio y no la pudo decir nada, había demasiados testigos
de su conducta y eso le obsesionaba, su actitud con ella le delataría. Ella no
soportaba que no la tuviera en cuenta, no quería comprender y a menudo le
reprochaba esa forma de actuar.
Pasó todo
el día enviándola mensajes pero ella en ocasiones se hacía de rogar,
justificaba sus silencios con la intención de castigarle y hacerle sufrir, con
el objetivo de hacerle cambiar de actitud.
Vivía para
atrapar a aquel hombre aun sabiendo que conseguirlo por completo era dar
comienzo al principio del fin, porque lo que ahora le generaba tanta felicidad
luego le generaría insatisfacción. Conseguir lo ansiado era el final del
camino. Ella no era una mujer convencional.
Le causaba
placer observarla mientras se desnudaba, detenerse en sus manos delicadas
cuando se bajaba las bragas y observar su sexo depilado. Le gustaba acercarse a
ella desnudo y casi rozar sus cuerpos, sentir como su piel se erizaba, husmear
en su cuello y olfatear su pelo limpio. Prolongar lo previo con roces de labios
de besos en su cuello largo. Le gustaba notar como a ella se le aceleraba el
corazón y cuando ella se arrodillaba para introducirlo en el paraíso de su boca,
sus labios le parecía que decían que era el fin de todos los preámbulos… y eso
le excitaba y le transportaba al placer más absoluto.
Le gustaba
calentar y calentarse con aquella hembra algo más joven que él. Sentirse un
macho, un animal, follar sin razonar, hacerlo como nunca antes lo había hecho,
amar a aquella mujer como ya no recordaba haber amado…
Y luego exhausto,
lidiar con la pequeña muerte, morir en la contradicción y en la miseria.
Madrid, 23
de septiembre de 2017
Antonio
Misas