Le parecía que a
veces tememos que otros nos miren. Le parecía que a veces creemos, que si nos
miran, podrían indagar en nuestro ser y acceder a todo lo que nosotros sabemos
de nosotros. O peor aún, que se podrían hacer una idea distorsionada de lo que
somos y nosotros creemos que somos. Le parecía que a veces tememos poder
mostrar algo más de lo que se pueda averiguar por nuestro aspecto, nuestros gestos o porque a alguien se le ocurrió decir que
la mirada es el espejo del alma.
Así y todo no
dejaba de observar a la gente. Le parecía que las mujeres olían mejor y se
hacían bonitas en primavera y que los hombres, agudizaban su sentido del olfato,
y deambulaban por ese jardín buscando el amor que nunca supieron recibir de sus
madres.
Le parecía que
todo el olor de la humanidad residía en los vagones del metro cuando iban
abarrotados de gente y que eso, mezclado con la belleza, era como una herencia
medieval. O al menos eso le parecía porque ese olor mezclado con las mujeres
bonitas de la primavera y el ansia de los hombres, le hacía recordar lo que siempre
había visto en las lustrosas películas medievales que siempre se habían filmado
en hollywood y después se habían presentado a un público extremadamente ingenuo.
Sabía que el
alma era inocuo en todas sus definiciones, que el alma, era una caja que no olía
a nada. Y así y todo, le parecía que no debía dejar de buscar el alma en la inseguridad, en la
ingenuidad y en el temor, en la humildad perdida por el roce de la vida, en la belleza, y hasta
en el olor de la gente.
Madrid, 26 de abril de 2017
Antonio Misas